sábado, 31 de enero de 2009

Al César lo que es del César. Jorge Laborda.

Desde hace un tiempo, los ataques de la Iglesia Católica a los avances de laicidad del Estado español han arreciado en todos los ámbitos. Al parecer, la Iglesia Católica cree que un Estado laico debe ser combatido porque induce también a serlo a los ciudadanos. Considero que esta postura es equivocada
El laicismo es una cuestión, en efecto, de estado, pero no de los ciudadanos. Un ciudadano no puede ser laico. Puede ser católico, musulmán, judío o ateo, pero no laico. El Estado laico, precisamente, no obliga a nadie a abandonar sus ideas religiosas, o la ausencia de las mismas, ni a abrazar ninguna. No induce a ningún ciudadano a ser laico, lo cual es imposible. Simplemente, el Estado laico adopta una postura neutral ante las diversas creencias. La laicidad significa que la religión no es asunto del Estado y, por tanto, cualquier convenio o contrato con la Iglesia Católica o con otras religiones no debería tener cabida en el mismo. En este sentido, el Estado Español, en mi opinión, no es todavía laico, lo cual queda además demostrado por la presencia de símbolos y ceremonias de naturaleza religiosa, y en particular católica, en muchos de sus actos oficiales.
La Iglesia Católica no puede ni, por mucho que insista, posee autoridad moral, para imponer su religión al Estado. Ni la Iglesia Católica, ni el resto de religiones, por supuesto. Por otra parte, cualquier Estado verdaderamente democrático debería, por su propia naturaleza democrática, ser laico y defender la laicidad como uno de los pilares de la misma democracia.
La propia Iglesia Católica debería igualmente defender esta postura por su propio interés, ya que si bien no le beneficia directamente, tampoco le perjudica, lo que podría suceder, como ha sucedido o sucede aún en otros países. Que el Estado se mantenga al margen del debate religioso es la mejor garantía de una verdadera libertad religiosa, libertad que disfrutamos con otros asuntos en los que el Estado, afortunadamente, se mantiene al margen. ¿Imagina usted un Estado hincha del Real Madrid o del Barcelona que pusiera en marcha políticas para aumentar los afiliados a su club y penalizara a quienes no fueran también hinchas del mismo? Si esto es impensable para un asunto tan banal como el fútbol, lo es aún más para un asunto tan importante y tan íntimo para cada ciudadano como la religión.
Si en una democracia, como la española, la Iglesia desea aumentar el número de sus fieles, o al menos que estos no disminuyan, debe hacerlo sin atentar contra la laicidad del Estado. Debe, exclusivamente, dedicarse a convencer y a atraer hacia su dogma y doctrinas a los ciudadanos basándose en la palabra de Cristo o de la autoridad religiosa que mejor le parezca.

La Constitución española defiende la libertad de expresión, y por supuesto, esta libertad se extiende a la expresión religiosa. La Iglesia posee los medios necesarios para difundir su palabra y sus ideas y no parece que la difusión de las mismas sea impedida por el Estado español.

Si los ciudadanos españoles encuentran las ideas religiosas convincentes o atractivas, si las encuentran cercanas a la Verdad, seguramente las abrazarán. Si no las abrazan, por mucho que insistan los que en ellas creen, es seguramente porque quizá no sean tan convincentes ni cercanas a la Verdad, ni siquiera a la verdad con minúscula, como sus defensores creen, pero en absoluto porque el Estado esté manipulando a sus ciudadanos para convertirlos en antirreligiosos.

El hecho de que el Estado español haya decidido aumentar las libertades civiles para aquellos que no abrazan los valores y doctrinas de la Iglesia Católica (matrimonio homosexual, aborto, etc.) no supone actuar como anticatólico, sino simplemente como laico y respetuoso de los derechos de quienes no creen en esos valores y doctrinas. El Estado laico y democrático debe respetar todas las creencias y valores mientras se encuentren dentro de la legalidad e impliquen decisiones que afectan solo a la vida de adultos libres y no a la sociedad en su conjunto.

La Iglesia Católica, si de verdad tiene fe en sus valores, debería dedicarse a difundirlos y propagarlos por el valor que poseen en sí mismos, y dejar al Estado al margen de sus problemas, que en mi opinión quizá residen, al menos en parte, en algunas de las ideas que tanto defienden.

Jorge Laborda. Quilo de Ciencia.
Publicado en La Tribuna de Albacete.

sábado, 17 de enero de 2009

Soy ateo. Fernando G. Toledo y Fernando Cuartero.

Probablemente dios no existe, deja de preocuparte y disfruta la vida. Ésta es la publicidad atea que, ciertamente, está haciendo mella en Barcelona, y próximamente en Madrid. Hay quien a esta publicidad la llama «propaganda laicista», e incluso, quizá por estar mal acostumbrado, se permite decir que es anti-Dios, anti-iglesia y anti-moral.

No es cierto, por supuesto, como vamos a ver. Aparte de que probablemente no existe ningún dios, esta campaña es, simplemente, la constatación de un hecho, y desde luego, no es anti nadie, sino la prueba de que ha llegado la hora de que los no creyentes también puedan expresarse. Es simplemente la salida del armario de los ateos, el outing propugnado por el profesor Richards Dawkins, promotor de la campaña.

Además de esta campaña, también estamos viendo como los ensayos contra la religión que aparecen en las librerías se convierten en superventas, Dawkins, Onfray, Hitchens, Stenger están de moda, y también las solicitudes de apostasía continúan su ritmo creciente. El ateísmo está tomando una nueva conciencia, mucho más activa en nuestra sociedad, y los ateos, entendiendo como tales a aquellos que no creemos en la existencia de ningún dios, cada vez nos encontramos más cómodos en esta sociedad, pese a todos los ataques eclesiásticos. Digo este concepto de ateo, pues no hay que olvidar que, de hecho, todo el mundo es ateo para otras religiones, y los cristianos son ateos respecto a Alá, Zeus u Odín.

La presencia de los ateos, hasta ahora los grandes olvidados de nuestra sociedad, es necesaria, pues somos muy numerosos, mucho más de lo que algunos creen y a muchos les gustaría; si bien el gran problema es que, a diferencia de otros grupos religiosos, no estamos organizados, por lo que, le pese a quien le pese, este primer paso es necesario para generar una masa crítica con aquellos que deseamos salir a la luz y así animar a otros a hacer lo mismo, si bien esto no es proselitismo, sino simplemente abandonar nuestro tradicional silencio. Esto podrá traer como consecuencia que se nos tenga en cuenta al mismo nivel que las religiones organizadas, pues, ¿qué debemos hacer con la X en la casilla de la renta los ateos? ¿O cual es la opción escolar para nuestros hijos?

Por tanto, la campaña no es anti-Dios, pues aparte de que probablemente no existe, sólo se plantea una duda, incitadora a la reflexión, pero es que tampoco es anti-Iglesia, ¿en qué?, o al menos no lo es todavía, pues en un futuro habrá que hablar de su financiación a la que, obviamente y espero que se entienda, los ateos no queremos contribuir. Y mucho menos esta campaña es anti-moral. ¿Acaso se tiene una mejor moral por practicar una religión? No sólo no hay pruebas de tal cosa, sino que las hay, y abundantes de lo contrario. Pues por un lado, la religión envenena aquello que toca, como podemos ver en abundantes ejemplos de la historia, o mas actuales, en guerras como Irak, Afganistán, Irlanda del Norte, Bosnia, Sudán, o el conflicto en Cachemira entre India y Pakistán, que quizá podrá devenir en una guerra nuclear por motivos religiosos. O como la interferencia en la enseñanza de la biología, intentando desterrar a la evolución científica en los Estados Unidos, o el ataque a las libertades de la mujer en materia de aborto. Pero ¿es que acaso es necesaria la religión para la moralidad? Parece que muchas personas consideran escandaloso, incluso blasfemo, negar el origen divino de la moralidad. La cantinela de la inmoralidad congénita que padecerían los ateos es ya un lugar común en la crítica proveniente de círculos confesionales, y nada más falso. Si la religión fuera necesaria para la moralidad, habría alguna evidencia de que los ateos son menos morales que los creyentes. Pero es que no sólo no la hay, sino al contrario, pues de acuerdo al Informe de Desarrollo Humano de la ONU de 2005, las sociedades más ateas, de países como Noruega, Islandia, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Holanda, Dinamarca y el Reino Unido, son las más saludables, según indicadores que destacan la expectativa de vida, alfabetismo, ingresos per cápita, nivel educativo, trato equitativo de los sexos, tasas de homicidios y mortalidad infantil. A la inversa, las 50 naciones actualmente clasificadas por las Naciones Unidas en los puestos más bajos del desarrollo son decididamente muy religiosas.

Pero yendo más al grano, al hablar de religión pensemos con el ejemplo cercano del cristianismo. Así, si fuera cierto que la religión es la fuente de acceso a la moralidad, y dado que no habría, según se dice, bases laicas para ser moral, una sociedad en la que la población sea mayormente religiosa (i. e. cristiana) daría por resultado una armonía social alta. Y si fuera verdad que la creencia en un Dios creador, omnipotente y amoroso permite a cada uno de los creyentes en él preocuparse por la inmortalidad de su alma, tendríamos por resultado que los ateos serían, cuanto menos, quienes llenen las cárceles, que es el lugar donde acaban los inmorales cuando la justicia civil funciona. Pero resulta que nada de eso se corresponde con la realidad, a juzgar por lo que puede considerarse la investigación más rigurosa, amplia y concluyente de las realizadas hasta hoy para conocer la relación entre religiosidad y salud social.

Los estudios precisamente demuestran lo contrario, esto es, no sólo que las personas creyentes no tienen un sistema moral más infalible que el de los que no creen en Dios, sino algo «peor»: que mientras más religiosa es una sociedad, mayores son los índices de disfuncionalidad. Y, a sensu contrario, mientras más laicismo se respira, mejor van las cosas. A mayor religiosidad, peor sociedad, como se demuestra en el estudio de Gregory S. Paul, de 2005 publicado en el Journal of Religion and Society (EEUU). Con un impresionante muestreo realizado sobre 18 de las democracias más desarrolladas del mundo, y que relaciona la cantidad de población que confiesa ser religiosa -no sólo creyente, sino también practicante- con las tasas de homicidio, aborto y embarazo adolescente. Sobre una base de datos de nada menos que 800 millones de personas, el resultado es un verdadero escándalo para quienes siguen sosteniendo que la religión es fuente y garantía de moralidad. Y de donde se sigue que, contra lo que pueda parecer, los creyentes abortan más y que casi no hay ateos en las cárceles, de donde difícil será establecer su mayor inmoralidad. Así pues, no son precisamente los practicantes religiosos quienes no mienten ni roban, quienes son más solidarios y quienes aman a su prójimo como a sí mismos, y a los hechos me remito.

Quizá podemos preguntarnos, si no será más bien la irracionalidad antes que la «impiedad» la causa de lo que llamamos «actos inmorales», y, en mi modesta opinión, creo que podemos dar una respuesta afirmativa a esta cuestión y equiparar la irracionalidad con la religiosidad. Acaso porque una moralidad basada en seres imaginarios tenga un efecto apenas relativo en el mundo real, que es donde vivimos y para el cual construimos toda moral. Así, viene perfectamente a cuento el aforismo del Premio Nobel Steven Weinberg: «Con o sin religión siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión.»

Fernando G. Toledo y Fernando Cuartero.
Publicado en La Verdad.

Publicado en Razón Atea.